La infalibilidad —la creencia explícita o implícita de que el neurocirujano no puede, o no debe, equivocarse— ha sido durante décadas uno de los pilares silenciosos de la identidad quirúrgica. Esta ficción, reforzada por la cultura médica, el prestigio social y la autopercepción profesional, ha servido como mecanismo de autoprotección frente a la carga de responsabilidad, pero también como fuente de distorsión relacional, desgaste emocional y riesgo clínico.
Modelo del “cirujano héroe”, omnisciente y resolutivo, alimentado por la narrativa institucional y mediática.
Estructura jerárquica rígida, donde admitir error equivale a perder autoridad.
Ausencia de cultura del error, donde fallar se asocia con incompetencia y no con proceso de aprendizaje.
Formación basada en la sobreexigencia y la penalización del fallo.
Proyección del paciente, que muchas veces espera seguridad total por parte del cirujano.
Todo ello configura una ficción colectiva que beneficia el estatus, pero penaliza la humanidad.
Negación o minimización del error quirúrgico.
Invisibilización de las complicaciones o su atribución a factores externos.
Resistencia a la revisión por pares o a auditorías clínicas.
Actitud autoritaria en la toma de decisiones, basada en el dogma más que en el consenso.
Docencia basada en la perfección idealizada, que induce ansiedad y sentimientos de inferioridad en los residentes.
Deterioro de la seguridad del paciente, al obstaculizar la comunicación honesta sobre eventos adversos.
Empobrecimiento del aprendizaje clínico, ya que se pierde la oportunidad de analizar errores de forma compartida.
Fragilidad emocional del neurocirujano, que debe sostener una imagen de perfección imposible.
Relaciones disfuncionales con el equipo, al generar miedo, inhibición o dependencia excesiva.
Desconexión con el sufrimiento del paciente, que se convierte en un “desafío técnico” y no en una experiencia humana compartida.
Superar la ficción de la infalibilidad no implica caer en la inseguridad o el relativismo clínico, sino asumir que el buen neurocirujano no es quien no falla, sino quien sabe cómo actuar, aprender y crecer tras el fallo.
Se debe promover una cultura del error compartido, con revisiones estructuradas y espacios de reflexión sin castigo.
El liderazgo clínico debe modelar la autocrítica, la humildad y la responsabilidad emocional.
La formación debe integrar la gestión del error como competencia esencial, tanto técnica como ética.
La infalibilidad es una ilusión peligrosa que obstaculiza el desarrollo humano, profesional y sistémico de la neurocirugía. Abandonarla no es rendirse: es redefinir el ideal quirúrgico desde una perspectiva más madura, más honesta y, en definitiva, más fuerte. En el siglo XXI, la excelencia no está en no fallar, sino en saber aprender con otros, para otros y a través de los otros.