El miedo es una emoción inevitable en la práctica neuroquirúrgica. Está presente —aunque no se diga— en la antesala de cada decisión compleja, en el rostro del residente antes de su primera incisión, en el pensamiento silencioso tras un mal resultado. Pero el miedo no es un enemigo. Es una señal de conciencia, una prueba de que lo que hacemos importa.
No se trata de no tener miedo. Se trata de no operar desde el miedo… ni contra él. Sino con él, mirándolo de frente, y dejándolo hablar cuando tiene algo que decir. Porque donde hay miedo, hay algo que importa. Y eso —en una profesión como la nuestra— no es señal de debilidad. Es señal de presencia, de responsabilidad… y de humanidad.