En la tradición quirúrgica, se ha asociado el buen cirujano con una imagen de invulnerabilidad: siempre fuerte, siempre seguro, siempre firme. Esta figura —construida socialmente y reforzada en la formación— genera respeto, sí. Pero también soledad, rigidez emocional y desconexión humana.
El neurocirujano verdaderamente fuerte no es el que nunca se quiebra, sino el que sabe cuándo necesita apoyo, cuándo pedir ayuda y cuándo hablar con verdad. La invulnerabilidad es una ficción profesional. La humanidad, en cambio, es una herramienta clínica.