====== Reflexión personal ====== Ser [[neurocirujano]] es un privilegio. Es, a menudo, una forma intensa —y a veces dolorosa— de estar en el mundo. Trabajamos en el límite entre la vida y la muerte, el lenguaje y el silencio, la [[esperanza]] y el daño irreversible. No se nos entrena solo para operar: se nos entrena, de forma explícita o no, para no dudar, no temer, no fallar. Pero debajo de esa coraza de [[seguridad]], de ese relato heroico, muchos hemos sostenido —en silencio— emociones complejas: [[culpa]], [[agotamiento]], [[miedo]], [[vergüenza]]. No por ser incompetentes, sino por ser humanos. La cultura quirúrgica ha sido históricamente implacable con la duda, con la vulnerabilidad, con el que interrumpe el relato de la [[infalibilidad]]. Y sin embargo, es justo ahí, en ese intersticio de [[honestidad]], donde empieza la verdadera transformación: cuando el neurocirujano se permite ser también persona. He visto colegas romperse en silencio. He visto tutores que enseñan desde la distancia, no por [[soberbia]], sino por [[miedo]] a no saber cómo abrirse. Y he visto residentes que imitan la dureza como [[estrategia]] de supervivencia, porque nadie les mostró que también se puede liderar desde la [[humildad]], desde la palabra compartida, desde la escucha. El reconocimiento social, el prestigio, el poder de la técnica… son reales. Y son frágiles. No pueden —ni deben— ser el centro de nuestra identidad. El día que operamos por miedo a perder el estatus, por no decepcionar una imagen, ese día dejamos de operar con libertad. Lo que más necesitamos, quizás, no es un nuevo instrumento quirúrgico. Es una nueva manera de habitar el quirófano, donde quepan la excelencia y el error, la autoridad y la duda, el liderazgo y la humildad. Donde podamos formar a otros sin exigirles que se olviden de sí mismos. Yo no quiero ser un neurocirujano perfecto. Quiero ser uno que no tenga miedo a mirar a los ojos a un paciente después de una complicación. Uno que pueda decirle a un residente: “no lo sé, ¿lo miramos juntos?” Uno que siga aprendiendo, incluso cuando ya nadie espera que aprenda. Quizás ese sea el legado más difícil. Y el más necesario.